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Cuando intenté encontrar el qué sin los porqués

Por César Cárdenas

No tengo ni la menor idea de quién soy y no creo que algún día vaya a tener algo más que un boceto entre las manos. Tal vez, cuando las ansias de los años de juventud se hayan extinguido, encuentre la certeza necesaria para responderme esta pregunta frente al espejo sin embrollarme en el camino, pero de ese ideal no poseo prueba alguna, así que me mantengo a la expectativa.

Por supuesto sé que soy un humano con sistema locomotor, aparato digestivo, ligamentos y materia gris, pero no sé diferenciar las directrices que rigen a mis singularidades. Puedo dar fe de que nunca me doy por vencido, que sonrío aún cuando la lluvia más desalmada anega la sala de mi casa y que prefiero mi propia compañía antes que la de cualquier otro congénere, pero no sé por qué.

Y no puedo saber quién soy sin entender los porqués de esa manera de existir tan particular como problemática. No me es suficiente con entenderme huraño y esquivo frente a lo que Benito Mussolini denominaba folla oceánica (que no duda en abarrotarlo todo, sin tregua; algo entendible hasta cierto punto en una urbe como la Ciudad de México), que tantos distractores causa mientras se transita por ella, provocando en mí el disparo alarmante de una ansiedad social inentendible.

Entonces resulta que también soy un miedoso de primera categoría y que tengo una sensibilidad lastimeramente alta frente a las cosas que me son imposibles de arreglar y eso tiende a frustrarme hasta el llanto, que acaba por sacar los temores a la calle con el único propósito de paralizarme.

Como realmente no sé qué o quién soy (por supuesto que lo intuyo, pero me aterra adentrarme en las profundidades de esos abismos sin retorno del autoconocimiento) tampoco me aflige saber en dónde voy a estar en las épocas venideras. A decir verdad, solo me interesa el cómo: el estado de mi ánimo y de mi salud mental.

Por poner un ejemplo, dentro de un lustro, quisiera poder ser feliz haciendo algo relacionado al arte, a la cultura popular, sabiendo que la mayoría puede entrar a quedarse perplejo e incómodo con alguna de mis creaciones, creando para gente con hábitos naturales, en fin, sintiéndome en paz en ese presente que todavía es futuro.

Me pesa el aburrimiento, por eso me mantengo siempre en movimiento, inventando, riendo, destruyendo conceptos que viven en mí, ayudando, escuchando, soñando, eso, viviendo entre ficciones, porque sí, he de confesar que me gusta más ese mundo habitado por dulcineas, robots y gatos irónicos que este engranaje surrealista que a veces es mi vida.

No sé a dónde, no sé por qué, pero comprendo que tengo un motivo anónimo que me permite seguir y entiendo que estoy así, a medio descubrir, entre complicaciones, aprendizaje y rupturas de piel porque es lo que quiero para mi vida. No más temor, no más confusión. Soy lo que hago por cambiar, soy lo que digo por sanar, soy las acciones que ayudan a la construcción de mejores horizontes, soy hiperactivo, pero no soy mi hiperactividad, cometo errores, pero no soy mis errores.

Sentí la muerte a las tres de la madrugada de un inexplicable día de abril y puedo decir que, con cinco pastillas de diazepam resbalando por la laringe, fui capaz de pensar en una frase inconexa con el sentimiento del alba, próxima a cubrir mi rostro: “No puedo dejar de ser”.

Así, en el culmen, solo me atrevo a precisar que soy un cúmulo (concepto similar al de la identidad que plantea Rosa Montero en La Hija del Caníbal) de situaciones, decisiones, expresiones, fijaciones, tendencias y necesidades que se mueve entre la marea para intentar descubrir cuál es su misión en un mundo tan inentendible como su propia cabeza, acostumbrada, desde hace poco, a vivir en el presente perfecto de Celia Cruz.

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