Los epitafios siempre me han parecido pretenciosos. La ambición de los seres humanos se hace presente aún después de su muerte, en algunos casos, con una frase condensadora sobre las mejores cualidades, ironías o desventuras de su efímera e intermitente existencia (o con un ataúd lindísimo, una urna estilosa e incluso una despedida a lo grande, surrealista y sui generis, acompañada de mariachis o marimba; pero hoy me encuentro en la urgencia de hablar sobre el primer irónico caso de palabras sobre las lápidas mordaces).
Mis ideas cascarrabias vienen a colación por la iluminada llegada de dos eventualidades a mi vida: la lectura asombrada de Música de cañerías y el descubrimiento del lecho mortuorio de su autor, Charles Bukowski, indecente y polémico destructor alemán de las “buenas costumbres” yanquis del siglo XX.
Después de una cátedra ortográfica, topé pared con una frase ácrata : “Don’t try “, que refuerza las ideas que la antología de cuentos dejó en mí sobre la irreverencia de este personaje y su desfachatez al momento de enfrentar la necesidad encarecida de pasar por este mundo. No hay mancha que no sea visible en la gabardina de exhibicionista que cubre el legado de Bukowski; dejó siempre claro que la diversión superviviente necesitaba osadía que terminaba, casi siempre, en dilemas moralmente cuestionables.
Buk a través de Katharina (su madre), Linda Lee, Barabara Frye, Jane Baker (algunas de las parejas sentimentales del escritor) o Heinrich (su padre) se presenta ante mí como un hombre desvalijado desde su infancia, expuesto a una violencia recalcitrante que persiguió su conducta hasta el final de sus días y eso, me parece, es lo que está reflejado en el epitafio minimalista de su tumba.
“Tienes que morir unas cuantas veces antes de poder vivir de verdad” decía Buk y su lápida también es una condensación de ello, un manifiesto descarado que me recuerda tremendamente a Richard O´Brien y Tim Curry con su Rocky Horror Picture Show, particularmente, a uno de los números musicales del culmen del filme aderezado con una frase que explica un poco mejor el epitafio: “Don't Dream It, Be It”.
Uno de los mejores personajes de la cinematografía internacional, Frank-N-Furter (interpretado por el ya citado y tremendo histrión, Tim Curry), es una de las extravagantes banderas interplanetarias en pro de la diferencia, del derecho a ser un fenómeno sin tener que cambiar por la sociedad asfixiante y de las vidas fugaces, llenas de temores abatidos por el motor de la locura (“Algunas personas no enloquecen nunca. Qué vida tan horrible deben tener” decía Buk al respecto).
Frank se parece a Charles en su pérdida total del pánico. No hay rastro de vergüenza o ápice de disculpa en el interior de ninguno de los dos y eso también les hermana. Ambos probaron vidas desafiantes y murieron con el sabor de la satisfacción entre los dientes. No siguieron el cánon, desobedecieron categóricamente lo que su contexto exigía de ellos, eran superestrellas de la anarquía cotidiana antirrevolucionaria.
Lo que la pluma del escritor tenía de guarra, lo tenía de salvaje la mente del científico lunático y lo que la entrepierna de Furter tenía de avispada, lo tenía de impetuosa la lengua del novelista insolente.
Y es ese mismo Charles descarado, que cuestionaba la popular e irrefutable “maravilla” de “Guerra y paz” de Tolstói, que aceptaba el aburrimiento que le provocaban los trabajos de los poetas de antaño y abrazaba a la muerte en contra de la rutina desgastada, el que me está enseñando, sin un diálogo tácito, que la experiencia singular de la vida ¡debe caber en un monolito y que no hay espacio o tiempo para los intentos pusilánimes!
Creo que Buk (genio y figura hasta el epígrafe) no necesitaba demostrarle a nadie lo que su vida representó para él: los actos sobraron para que esa línea contuviera los tragos, arrebatos, decires y a la misma necesidad de escribir, acompañada de las pocas o casi nulas obligaciones de las personas que están detrás de los manuscritos según Charles.
A pesar de todo, luego de algunas horas de reflexión, sigo pensando que los epitafios y epigramas son exageradamente pesados, aunque el caso de Buk es particular: el uso de un constructo social solemne o humorístico para legar al globo terráqueo una filosofía convertida en llamado a la acción; un reto, una propuesta suicida.
Se despidió como solo él podía hacerlo: vomitando sobre el mercado funerario. A su vez me despido yo, para continuar ideando mi propia manera de brincar la costumbre, para tener una vida, parcialmente, sazonada a la Buk: sin arrepentimientos, atestada de cuestionamientos insultantes para los propietarios de los “altos saberes” y siendo fiel a lo que soy, monstruoso o no, hasta el día en el que tenga que quitarme algunos kilos de tierra de encima para impedir que algún desquiciado mancille, puerilmente, mi losa luctuosa.
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