Por César Cárdenas
Tengo que comenzar advirtiendo lo que a su vez Borges dibujó en El Inmortal: Ante la eternidad apabullante, los seres humanos buscaríamos siempre el otro río; el que nos permitiera regresar al coqueteo con lo efímero y a la incertidumbre asombrosa provocada por la muerte sorpresiva.
Tras 94 minutos de película no pude dejar de pensar en ello y recordé el “ejercicio de la buena muerte” que San Juan Bosco aplicaba entre los jóvenes de su oratorio para incentivar acciones responsables y apasionadas a base de imaginar lo que cada uno de los muchachos haría si fuera su último día en el planeta tierra.
Debrayes aparte, eventualmente caí en mi propio caso a sabiendas de que yo querría saber cuándo voy a morir con la mayor exactitud posible. Me gustaría tener anotada la hora de mi defunción para vivir lo que resta con el ímpetu correcto y la actitud necesaria para disfrutar con sensatez el final.
Habiendo acumulado experiencias, conocimiento y sentimientos agridulces, llegaría a mi último día con la esperanza de hacer lo contrario a lo esperado: acciones sencillas. Gracias a estos pensamientos, a mi memoria acude Descansa en paz, Dick Johnson, largometraje documental de Kirsten Johnson de 2020, sobre los posibles escenarios finales de Dick, padre de la directora, que conforman un ejercicio de preparación para la partida de este personaje extravagante.
Me gustaría ser Dick Johnson en mi último día, tener esa conciencia fílmica de haber grabado cualquier posibilidad y estar preparado para lo mejor. Entender la inminencia del tramo último y no tener miedo de los efectos de esta decisión que inhabilitará mi sistema como cicuta socrática.
Sería feliz en soledad, habiendo satisfecho durante toda una vida las necesidades gregarias que mi animalidad social necesitaba, con un buen reproductor de música lleno de las mejores canciones de mi vida, entre las que se encontrarían éxitos de Sinatra, Liszt, Mozart, Von Bigen, Mendelssohn, Juan Gabriel, Chavela Vargas, Celia Cruz… La lista sería interminable y tendría más de mil piezas, imprescindibles acompañantes de lo que viví.
Un vaso grande de whisky acompañaría esta sesión de remate, a la que yo asistiría aseado, con un pantalón negro de descanso, una camiseta blanca y zapatos bicolor de cuero para sacar de tono a las prendas informales. El ritual se llevaría a cabo en lo que hoy es mi cuarto, con una sola vela para alumbrar el techo de vigas y las paredes de asbesto.
No necesitaría fotografías, ni libros, ni gente; a la música añadiría la visualización frenética de The Rocky Horror Picture Show y Shock Treatment, para irme con honores de este planeta. No intoxicaría mi paladar con nada, lo mantendría impoluto.
Y cuando aparezcan los estertores de la muerte, correría las cortinas, con Chasing cars de fondo y observaría el cielo que habré visto durante años; las nubes atestiguarían mi final mientras la vitalidad abandona mis huesos y las lágrimas atestan mis mejillas. “¡Adiós, cuerpo frágil, despojo mortal que este mundo ha lacerado!” gritaría, lleno de aquel mítico ruaj shakesperiano.
El cadáver, mi cadáver, sería la prueba de la vida consciente de los locos y los idealistas insufribles, reclamados por las fuerzas divinas al culmen de sus viajes.
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